La Mar Chiquita, que encierra los enigmas más profundos desde que la diosa Ansenuza la formó con sus lágrimas derramadas por el amor de un joven herido, golpeaba aquella tarde de marzo de 1948 con fuerza sobre las barrancas. En las cocheras del Hotel Viena, yace Martín Kruegger, que tuvo que morir de la misma manera como vivió: rodeado de misterio.
Kruegger está muerto y se lleva los secretos más secretos a una tumba en la que recién varios días después de sepultado, en el cementerio de Balnearia, alguien le colocó una pequeña placa de bronce con un epitafio en alemán. Pero hoy la tumba ya no está. Nunca nadie más fue a visitar los restos del alto, silencioso y hosco ingeniero alemán, ni nadie pagó las contribuciones, por lo que fue a parar a un osario común del cementerio. No hubo autopsia médica, pero los comentarios en Miramar en aquella época fueron los mismos que se mantienen hasta ahora: que falleció a causa de un potente veneno, que alguien le dio o que él mismo ingirió, fatigado de cargar con tantos secretos.
La vida y la muerte de Kruegger son parte central de los profundos misterios del Hotel Viena, que alimentó miles de historias contadas a media voz en Miramar. No hay casi rastros documentales de lo que pasó allí en los años ‘40 del siglo pasado, pero entre algunos hechos comprobables y otras conjeturas se pueden descubrir trazos gruesos de inversiones nazis y operaciones políticas de aquella Argentina que, sin participar, terminó vinculada a la Segunda Guerra Mundial.
Kruegger era formalmente el jefe de seguridad del hotel. Otro elemento extraño: ¿para qué un jefe y personal de seguridad en un establecimiento de descanso ubicado a las afueras de una población de 1.400 habitantes en la década del ‘40?
Una mujer que vive en la provincia de Santa Fe, que tiene ahora unos 70 años, visitó el hotel el año pasado y contó que cuando era niña pasaron unas semanas ahí. Dijo que todavía recuerda que jugando con otro chiquillo se asomaron a unas ventanas y unos guardias que vestían largos sacos verdes los sacaron a patadas con botas que tenían punta de acero.
Kruegger era mucho más que jefe de seguridad. Era el hombre de máxima confianza del matrimonio formado por Máximo Palkhe y Melita Fleishesberger, los dueños del Hotel Viena y accionistas de la compañía de acero Mamesmann, a la que una comisión judía atribuyó haber blanqueado dinero de los nazis.
A Kruegger no se le conocía familia, podía ingresar a lugares a los que nadie podía entrar y fue el que se quedó en el hotel cuando los Palkhe lo cerraron, de un día para el otro, apenas tres meses después de la inauguración formal, tras invertir 25 millones de dólares de la época, en marzo de 1946, a casi un año de consumada la caída el Tercer Reich a manos de los aliados.
Cadillacs negros
Kruegger se quedó solo en un hotel cerrado. En realidad, no tan cerrado. Los visitantes que anduvieron por el Viena entre marzo de 1946 y marzo de 1948 fueron varios, aunque el secreto que rodeó esas estadías en el hotel cerrado fue lo que más alimentó las leyendas.
Pero ya antes de cerrarse el hotel habían pasado muchas cosas extrañas.
En los primeros días de marzo de 1945, cuando el hotel funcionaba sin haber estado terminado en su totalidad (se había comenzado a construir en 1938), Kruegger les comunicó a los 70 empleados que no debían prestar servicio ese día, porque iban a cerrar. Pero había mucho movimiento y se rumoreaba que iba a servirse una cena importante. Por lo tanto, la cocinera decidió presentarse en el hotel para preparar los alimentos. Golpeó varias veces y nadie le abrió. Cuando se dio vuelta para regresar a su casa, vio ingresar tres Cadillacs negros. La mujer juró, al volver al pueblo, que uno de los hombres que iba en el segundo Cadillac era el mismísimo secretario de Trabajo y vicepresidente de la Nación, Juan Domingo Perón, que ya estaba armando su proyecto político para llegar a la presidencia.
Los Cadillacs negros fueron vistos aquella tarde cruzar la localidad, que se encuentra a unos mil metros del hotel. Poco después de la medianoche, volvieron a cruzar las calles de Miramar. Nadie supo si llevaban de vuelta a las personas que habían traído. La propia Melita, una mujer de modales muy delicados, sirvió la cena, que habría sido para unos 15 comensales. ¿Estaba Perón en aquella velada? ¿Quiénes eran los otros contertulios? ¿Por qué tanto secreto que ni el personal pudo entrar?
En Miramar, aseguran que Perón fue al menos tres veces al Hotel Viena, la última cuando ya era presidente, pero no hay un solo registro sobre su presencia.
En alemán
Los empleados del hotel no aportaron mucho para reconstruir la historia del Viena. Sucede que de los 70 dependientes, sólo 12 eran de Miramar, la mayoría de los cuales estaban destinados a tareas fuera del establecimiento (usina, criaderos, lavadero, etcétera), sin contacto con los huéspedes. El resto de los empleados provenían de Buenos Aires y hablaban el alemán como lengua materna, ya que habían nacido en Alemania o eran hijos de alemanes.
De los pocos testimonios de ex empleados de la zona es muy valioso el de María Acosta, una mujer de 92 que vive en Balnearia y que fue dama de compañía de Melita. Doña María recuerda, con palabras entrecortadas, que en el sótano del hotel, ubicado debajo de los salones principales, funcionaba la bodega. Pero el sótano tenía varios compartimientos que estaban siempre cerrados y a los que podían ingresar sólo Palkhe y Kruegger. La mujer vio más de una vez a Kruegger entrar a uno de sus habitáculos con una bandeja de comida. ¿Había algún huésped encerrado? El sótano está hoy cubierto por las aguas, que en la década del ‘40 estaban a más de 80 metros de la entrada principal.
Viejo solitario
Otros empleados dejaron relatos, que se transmitieron de generación en generación, sobre huéspedes ocultos en los sótanos del Viena. Las encargadas de mostrar ahora el hotel (que padeció los efectos del agua y los saqueos en los 20 años que estuvo cerrado entre 1983 y 2003), Mariela Monasterolo y Patricia Zapata, dicen haber recibido múltiples testimonios de habitantes de la zona que coinciden en describir al solitario viejito de largo saco verde y boina verde, bien metida hasta las cejas. Lo veían muy temprano por las mañanas, a fines de diciembre de 1945, caminando por la orilla de la Mar. En medio de la bruma de la terapéutica laguna, aquellos vecinos de la zona vieron en el rostro del anciano a Adolfo Hitler, que según la historia oficial murió en abril de 1945.
“No hay nada que nos permita asegurar que estuvo Hitler. Sólo relatos que alimentaron la leyenda. Lo dicen tan convencidos. Son varios los que dicen lo mismo. No obstante, con los datos que logramos armar, calculamos que si estuvo, fue un lugar de paso, por dos o tres meses”, según Patricia Zapata.
Tampoco de los escasos sobrevivientes proveedores hay mucho para sacar. El Viena tenía sus propios criaderos, su propio frigorífico, su propia panadería y, además, la mayoría de las provisiones llegaban desde Buenos Aires. Los pocos proveedores miramarienses no podían ingresar al hotel. Tocaban la campana en una puerta lateral y Kruegger en persona les recibía los pedidos.
El encierro en el que vivían no implicaba incomunicación. El Viena contaba con un moderno sistema de telefonía, de alta tecnología para la época, con central propia, que tenía la antena en el tanque del agua del hotel.
Fuente: http://carlosmarrophoto.blogspot.com
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